El taxi deshace la cuadra que lo separa de la avenida y se sumerge en la Santa Teresa, justo antes de chocar el local verde de una conocida marca de alquiler de autos. Diego Leuco me pidió esta mañana que relevara los precios de Asunción y ya se sabe; donde manda capitán, no manda marinero.
Quince cuadras son tres dólares; unos cincuenta pesos. El mismo combo de hamburguesa con fritas y gaseosa que se puede comer en cualquier lugar del mundo aquí se paga cinco dólares ($84) y un kilo de pan con harina 000 cuesta $10. Vestirse es sensiblemente menos oneroso que en Buenos Aires, incluso en el nuevo shopping Paseo La Galería, donde un saco que en la misma tienda de Alto Palermo se paga 2.500 pesos, se consigue a la mitad. Los electrónicos también están mucho más baratos; puede verse un IPhone casi al mismo precio que Estados Unidos y una notebook de la manzanita sale un 40% menos que en Argentina. Ni hablar de los autos; el descarte japonés de segunda mano se regala y uno puede hacerse de un sedán del 2007 por 7.000 dólares. Eso sí, la nafta sale unos 16 pesos y aunque resulte más barata es una de las cosas donde estamos más parejos.
La obsesión de un economista con los precios puede llenar varias páginas de un diario, pero el patrón emerge claro; casi toda la diferencia en cada artículo puede explicarse por una combinación de impuestos mucho más bajos, una mayor competencia y salarios más modestos. En Paraguay se paga solo 10% de IVA y el resto de los impuestos son tan bajos que la OECD lo ubica como el país con menor presión tributaria de América Latina, con una carga que representa una tercera parte de la que soportan los negocios de Brasil o Argentina. La contracara son servicios sociales de baja calidad y gente que se queja que, por ejemplo, los hospitales públicos dan turnos con ocho meses de demora.
El salario mínimo está en plena negociación mientras escribo esta columna, pero el consenso de los analistas locales es que se ubicaría en torno de los dos millones de guaraníes, unos 363 dólares, o puesto en plata de nuestro país, unos 6.100 pesos. La distancia con los 10.000 que acaban de fijarse por laudo del Ministerio de Trabajo en el Consejo del Salario, resulta engañosa. En Argentina muy poca gente cobra el mínimo, que más bien es una referencia para el resto de los salarios, además de incidir en la determinación de planes y subsidios. Acá en Paraguay, en cambio, ese salario es el que perciben la mayor parte de los oficios que no cuentan con calificación académica superior a la que brinda un bachillerato. El conserje del hotel en el que me hospedo, el playero de la estación de servicio, los empleados de los locales del shopping y el repositor del supermercado, oscilan en torno del mínimo, cuando en Argentina prácticamente lo duplican. OK, es probable que en muchas profesiones (con honrosas excepciones, como en el caso de la construcción) los laburantes de estas tierras sean menos productivos que los argentinos, pero de ninguna manera alcanzan a compensar las enormes diferencias salariales. Más aún cuando tenemos en cuenta el costo de la industria del juicio que recientemente fue puesta en el centro del debate por el propio Presidente.
De esta forma, cuando se comparan productos con precios internacionales, como por ejemplo el combustible, las únicas diferencias que afloran son las impositivas, pero cuando entran en el análisis las barreras al comercio, como ocurre con los textiles, las diferencias se estiran por efecto de la baja competencia. En los bienes en los que el costo laboral predomina, como ocurre con el ejemplo del pan, pues nuestros precios pueden llegar a triplicar los del país vecino.
¿PODEMOS TENER PRECIOS PARECIDOS A LOS DE PARAGUAY?
La respuesta más corta es no. Pero tampoco tenemos que resignarnos a la idea de que para tener precios más bajos es preciso recortar el tamaño del Estado, o abandonar conquistas laborales. En el caso de bienes de fácil importación, como electrónicos y textiles, la apertura comercial puede amortiguar la brecha, si estamos dispuestos a terminar con el privilegio de un puñado de empresarios de buen lobby, que consiguen perpetuar sus prebendas proteccionistas sin importar el gobierno de turno.
Aunque es evidente que los precios caros son en buena medida la consecuencia de impuestos altos y buenos salarios, ni los tributos justifican la baja productividad del gasto público, ni la defensa de las conquistas sociales tiene que ser un impedimento para reducir el ausentismo, capacitar a nuestros trabajadores y hacer que parte de sus ingresos dependan del resultado de las empresas, tal y como lo postula el artículo 14 bis de nuestra Constitución.
Pero digamos lo que sucede con el gasto público y los impuestos; una de las razones por las cuales la clase media se resiste a pagar la luz y el gas sin subsidio es porque soportan altos impuestos y no reciben nada a cambio. En los últimos años ese grupo social fue perdiendo primero la salud y luego la escuela pública, quedándoles los subsidios prácticamente como el único aporte recibido desde el Estado.
En la medida que los vayan perdiendo es probable que aparezca un reclamo ciudadano que se exprese alternativamente por menores impuestos o por mejor educación, salud y seguridad
Si los resortes republicanos funcionan, acabaremos con precios más bajos, por menores impuestos, o mejores servicios públicos.