Un nuevo análisis sobre la relación entre moneda, estado y la financiación del mismo.
Contrariamente a lo que ocurre con los individuos, los gobiernos no obtienen sus ingresos del pago voluntario por los bienes y servicios que prestan. Por ende, afrontan un problema económico distinto al de los demás agentes. Los individuos del sector privado que desean adquirir de otras personas mayor cantidad de bienes y servicios tienen que producir y vender más de aquello que los otros necesitan. Los gobiernos, en cambio, lo único que necesitan es hallar algún método para expropiar mayor cantidad de bienes sin consentimiento de su dueño
En una economía de trueque, los funcionarios gubernamentales sólo tienen un modo para expropiar recursos: apoderarse de ellos en especie. En una economía monetaria disponen de un modo más simple: apoderarse de activos financieros. Así, usan la impresión de dinero para la adquisición de bienes y servicios por parte del Estado. Tal apoderamiento es llamado gravación impositiva.
Sin embargo, la gravación impositiva es impopular y, en épocas menos tranquilas, con frecuencia precipitó revoluciones. La aparición de la moneda, como gran beneficio para la raza humana, abrió también un camino más sutil y disimulado para la expropiación gubernamental de los recursos. Así, en la medida que el Gobierno encontrara el modo de falsificar dinero (emisión sin respaldo), podría apropiarse de los recursos ajenos disimuladamente casi sin que se note y sin despertar la hostilidad que levanta la gravación impositiva.
Naturalmente, el Gobierno no podía de la nada invadir un mercado libre en funcionamiento e imprimir sus propios billetes de papel. De haberlo hecho de una manera tan abrupta, pocas personas hubieran estado dispuestas a aceptar el dinero del Gobierno. En consecuencia, la intromisión gubernamental debió ser ejecutada de modo gradual.
El primer paso fue echar mano al monopolio absoluto del negocio de emisión de dinero, un medio indispensable para conseguir el control de la provisión de moneda acuñada. La efigie del rey o del señor se estampaba sobre las piezas, y se propagaba el mito de que la acuñación era prerrogativa esencial de la «soberanía» del rey. Dicho monopolio en la emisión permitió al gobierno suministrar monedas en la denominación que él y no el público deseaba, lo cual redujo la diversidad de monedas (menor competencia) que había en el mercado.
Una vez adquirido el monopolio en la emisión de moneda, los gobiernos fomentaron el uso del nombre de la unidad monetaria, haciendo todo lo posible por separar ese nombre de su verdadera base, consistente en el peso real de las monedas. En lugar de valerse de granos o gramos de oro o plata para las designaciones, cada gobierno fomentó el uso de su propio nombre, en favor de los supuestos intereses monetarios: dólares, marcos, francos, y demás. Este cambio en las denominaciones hizo posible el principal instrumento que tuvo el gobierno para falsificar las monedas: el envilecimiento.
El envilecimiento fue el método que adoptaron los Estados para falsificar las mismas monedas que, con el declarado propósito de proteger enérgicamente el patrón monetario, habían prohibido la acuñación privada de las monedas. En algunas ocasiones, el gobierno incurrió en un fraude, al rebajar ocultamente el contenido de oro con una aleación de inferior calidad, fabricando piezas de peso deficiente. Más característico fue que la Casa de Moneda fundiera y acuñara de nuevo todas las piezas acuñadas existentes en el territorio, devolviendo a los súbditos el mismo número de «libras» o «marcos», pero con menor peso. Las onzas remanentes, de oro o plata, las embolsaba el rey, quien las utilizaba para solventar sus gastos. Así, los beneficios del envilecimiento de la moneda se reclamaban como «Seigniorage» para los que gobernaban.
El monopolio compulsivo de la emisión de moneda y la legislación que establece el curso legal fueron piedras angulares de los esfuerzos de los gobiernos por obtener el control de la moneda de sus países. Con la vigencia de esas medidas, cada gobierno se propuso abolir la circulación de toda moneda emitida por los gobiernos rivales. Dentro de cada país, sólo las monedas de su propio soberano podían utilizarse; entre los diversos países, únicamente se usaban lingotes de oro y plata, sin cuño, para los intercambios. Con esto se cortaron aún más los lazos entre las diversas partes del mercado mundial, separando más a un país del otro, y provocando la disrupción de la división internacional del trabajo. Con todo, la moneda auténticamente dura no dejaba mucho campo de acción a la inflación gubernamental. Había límites para los posibles envilecimientos ingeniados por los gobiernos, y el hecho de que todos ellos se valían del oro y la plata ponía coto, de una manera bien definida, al control de cada gobierno sobre su propio territorio. Los gobernantes se veían también jaqueados por la disciplina de una moneda metálica internacional.
El control del Gobierno sobre la moneda recién pudo convertirse en absoluto, y la falsificación no cuestionada, a medida que llegaban a prevalecer los sustitutos del dinero, en siglos recientes. El advenimiento del papel moneda y de los depósitos bancarios, que fue beneficioso cuando existía total respaldo de oro y plata, proveyó al Gobierno del «ábrete sésamo» en el camino hacia su dominio sobre la moneda y, de ese modo, sobre el sistema económico entero. De ahí que cuanto más inflacionaria sea la política de un gobierno ello lo hará ascender en el podio de los estafadores, ya que la inflación es simple y llanamente una estafa.