Por Luis Secco
Durante 2016, 2017 y hasta hace apenas unos meses, la pregunta era: «¿cuánto aguanta el gradualismo?». La respuesta que se escuchaba, casi a coro de todos los actores relevantes de la Argentina (Gobierno, «plateístas», empresarios, formadores de opinión y el mercado) claramente era «mientras dure el financiamiento, aguanta». Y un día, el financiamiento se terminó. A partir de abril pasado, los riesgos de la estrategia elegida se expresaron con toda su virulencia. El ajuste actual es un animal muy distinto a lo que hizo antes el gobierno de Mauricio Macri, y tiene como uno de sus objetivos primordiales que se recupere el apetito por los activos de riesgo argentinos, de forma tal que a través del reacceso al financiamiento se suavicen las consecuencias no deseadas pero inevitables del colapso de aquel gradualismo.
En paralelo a ese «cuánto aguanta», apareció otro hacia fines de 2016 (algunos economistas comenzamos a plantear el tema incluso antes). El «cuánto aguanta» de las Lebac, que luego sería llamado la bomba de las Lebac. El financiamiento directo, a través de adelantos transitorios del Banco Central de la República Argentina al Tesoro y el indirecto a través de la compra de dólares del financiamiento externo, pusieron en evidencia que la política monetaria estaba condicionada o dominada por la política fiscal. Y que, si se quería reducir la inflación, aunque más no fuera lentamente, una esterilización monetaria creciente y costosa, por culpa de un Tesoro que no cumplía con su parte, no haría más que comprometer tarde o temprano la solvencia del balance del BCRA.
Mientras resuenan los acordes de aquellos «¿cuánto aguanta?», hoy hay otros, aunque en algunos casos no tan diferentes de los anteriores.
Una pregunta que arrecia en estos tiempos de tasas de interés de tres dígitos, es cuánto aguanta el balance del BCRA, ya no a causa de las Lebac sino por obra y arte de sus hermanas casi gemelas, las Leliq. Una desagradable aritmética de tasas de interés (capitalización) y stocks despierta a primera vista ruido, tensión y preocupación. La víctima es, claro, la confianza y, ergo, la demanda de pesos. A corto plazo, las tasas cumplen el rol de hacer atractivos los activos financieros en pesos e impulsan la venta de dólares y/o la no compra de divisa extranjera. Al mismo tiempo, enfrían adicionalmente la actividad económica. Lo cual favorece el ajuste del sector externo a la falta de divisas.
En este contexto, ¿cuánto aguanta la economía real?, es la pregunta que arremete inexorablemente. El día a día de empresas y familias se tiñe de la incertidumbre y de la angustia que produce un nuevo round recesivo. Luego del frenazo que se produjo desde mayo pasado, las empresas y los consumidores se preguntan cuánto más profunda y duradera será esta segunda vuelta recesiva gatillada por la puesta en marcha del nuevo esquema monetario. La suerte del empleo y de muchas otras decisiones económicas de familias y empresas depende de la respuesta a ese interrogante. Si se percibe que la recesión es transitoria, la estrategia será defensiva pero no agresiva. Habrá que aguantar el golpe y esperar. La caída del consumo y del empleo serían menores que si se pierde esa expectativa. En cambio, si esto último sucediera, las decisiones podrían ser más contundentes y la situación de la economía real podría resultar aún más negativa. Y las consecuencias sociales aún más gravosas. Evitar este escenario malo depende crucialmente de cómo el Gobierno construya un relato que apunte a modelar las expectativas de la opinión pública y del mercado hacia un escenario virtuoso de recuperación relativamente rápida.
Después de un muy buen primer trimestre de 2018 en materia de actividad económica (salvo para la cadena de valor agroindustrial afectada por la pérdida de unos 30 millones de toneladas de la cosecha gruesa), el aumento de tarifas de abril puso de manifiesto el cansancio y la fatiga de la sociedad con el ajuste. Dicho aumento de tarifas hubiera sido otro aumento más, y no se hubiera convertido en un «tarifazo», si no hubiese sido por dicho cansancio. Surgía entonces un nuevo «¿cuánto aguanta?» que no sólo perdura, sino que se ha potenciado. Uno que involucra aspectos económicos, sociales y políticos: ¿cuánto aguanta la sociedad el ajuste permanente? y ¿cuánto aguanta la gobernabilidad que tan exitosamente había construido el gobierno de Cambiemos?.
La fatiga en el ajuste ha ido en progresivo aumento. Y afecta a todos los sectores de la sociedad, incluso a quienes siguen apoyando al gobierno de Mauricio Macri y a quienes racionalmente comprenden que el salto devaluatorio y la recesión forman parte de un ajuste que era y es inexorable. La situación social luce por el momento contenida a partir del enorme esfuerzo que realiza el Gobierno en el conurbano bonaerense para proveer de alimentos a los segmentos de población más vulnerables. Pero a diez meses de las elecciones internas de agosto próximo y a un año de los comicios presidenciales, la gobernabilidad es una cuestión que involucra también el resultado de esas elecciones. Porque si bien el ajuste macro en marcha es lo que se necesita para volver a crecer sobre bases más sólidas y sustentables, si no se supera de una buena vez la crisis de confianza que lleva ya seis meses, si no se recupera la credibilidad del Gobierno y de sus políticas, no sólo estará en riesgo la recuperación misma de la actividad real sino también las chances del oficialismo de extender su mandato por un nuevo período a partir del 2019.