Por Luis Secco
El desafío que enfrentaba en el arranque de su gestión el gobierno de Mauricio Macri para bajar la inflación era mayúsculo. Debía hacerlo con precios clave que estaban «atrasados» (dólar y tarifas de los servicios públicos) que necesitaban ser corregidos, y se decidió que había que hacerlo sin correr demasiados riesgos o evitando costos irreversibles en materia de credibilidad y gobernabilidad.
La respuesta fue lo que se dio a llamar gradualismo. Un gradualismo que resultó excesivamente gradual en lo fiscal, aunque en menor medida, en lo monetario (al menos durante varios períodos de 2016 y 2017). Porque recordemos que la política monetaria apuntó desde el vamos a retirar el excedente de pesos que existía como consecuencia del cepo cambiario y las tasas de interés se ubicaron rápida y sostenidamente en terreno positivo en términos reales. Sin embargo, con la política monetaria actuando en soledad y con una política fiscal expansiva que le jugaba en contra, el traspaso de la devaluación y del aumento tarifario al resto de los precios resultó mucho más elevado que lo esperado por las autoridades económicas de entonces.
Así la convergencia a una inflación más baja y estable resultó elusiva, y justo cuando se empezaban a dar algunas señales positivas en la materia se cometió uno de los errores más significativos en cuestiones de política económica de los últimos años: el 28 de diciembre de 2017 se decidió, producto tal vez de la complacencia que produjo el triunfo electoral en las elecciones de medio término, que había llegado el momento de mostrarse más tolerantes con la inflación. La desinflación podía ser postergada en el tiempo y la política monetaria podía adoptar un sesgo más expansivo. A pesar de sus magros resultados, uno de los pocos activos del gradualismo era el compromiso manifiesto del BCRA con la desinflación. Pero a partir de ese día el Gobierno decidió coquetear con la criatura de Frankenstein (la inflación) y unos meses después la criatura se desmadró.
Incluso antes de la corrida cambiaria que arrancó en abril del año pasado, y producto de ese cambio en las prioridades de la política económica (priorizando la actividad económica por sobre la desinflación), ya resultaba difícil pronosticar que la inflación de 2018 pudiera ser menor que la de 2017. Lo que sucedió después del salto cambiario es materia conocida.
Ahora, con el programa fiscal y monetario que forman parte del acuerdo con el FMI, estamos frente una política desinflacionaria muy distinta. Los objetivos de política fiscal y monetaria son hoy de los más restrictivos de la historia. Y el dilema de desinflar versus enfriar la economía parece haberse resuelto a favor de la desinflación. Claro se trata del mismo gobierno que tomó la decisión contraria hace sólo trece meses atrás y las consecuencias negativas sobre la actividad económica se han hecho muy evidentes en el tercer y cuarto trimestre del año pasado. Y acaba de arrancar un año electoral, con elecciones generales que por el momento lucen de resultado incierto. Además, la necesidad de continuar con los ajustes de precios de los servicios públicos genera también una inercia adicional en los datos de inflación.
En este contexto, de una desconfianza que se disipa (muy) lentamente, no hay margen para darse ningún lujo. No sólo por los efectos negativos que podría tener sobre la credibilidad de las autoridades económicas, sino porque además no habría ninguna consecuencia positiva si se relajara el sesgo contractivo de las políticas macro antes o más rápido de lo que es necesario para asegurar una paulatina desinflación.
Si bien la estabilidad cambiaria de los últimos meses es una invitación al optimismo, está claro que la inercia inflacionaria es elevada y las expectativas son resistentes a la baja. Suponiendo que la inflación converja de ahora en más al 2% mensual, la lectura anual seguiría por encima del 45% anual hasta junio. Por lo que será necesario una buena dosis de docencia en la comunicación oficial como para que la opinión pública se convenza que valen la pena el esfuerzo y los costos que demanda la estabilización en marcha. Por su parte, la falta de un programa más integral, que complemente la estabilización macro con cuestiones estructurales que hacen a la competitividad, a la solvencia fiscal y al desarrollo sustentable en el largo plazo, esto es la ausencia de un cambio de régimen económico claramente perceptible, se traduce en la falta de un shock que pueda modificar sustancialmente las expectativas.
El cansancio y las dudas en el ajuste se agravan ante la sensación de que se trata de «más de lo mismo». Otro programa económico más que intenta evitar que la inflación vuelva a desmadrarse pero que no es más que uno de los tantos que terminaron en otro episodio de aceleración inflacionaria y así sucesivamente… Recordemos que la inflación alta es endémica en la Argentina: ¡sólo tuvimos trece años de inflación de un dígito (menor al 10% anual) en los últimos setenta años!.
Como decía Tato Bores al cierre de algunos de sus monólogos «lo cual parece un chiste, si no fuera una joda grande como una casa».