En esta nota podemos ver claramente los problemas que trae el déficit permanente en la economía.
Negar la realidad es el peor de los desaciertos. Corremos el riesgo de que el deterioro macroeconómico que enfrenta la Argentina se intensifique con el correr del tiempo. Tenemos un déficit fiscal agregado de 10% del PBI, uno de cuenta corriente cercano a 4% del PBI, el endeudamiento externo crece a razón de 7% del PBI, enfrentamos un sorpresivo rebrote inflacionario y la economía lejos está de rebotar todo lo que se necesitaría para licuar el resto de nuestros desequilibrios. Estos tres problemas sumados ascienden a 100.000 millones de dólares. La convergencia de este modelo requiere de nuestra capacidad para crecer mucho y por largo tiempo, aspecto que por el momento, no se observa. Para una sociedad que se niega a aprender de su historia quizá el tiempo se encargue de enseñarnos esta vez que el gradualismo fue el más costoso programa de ajuste de todos los posibles. Encauzar a nuestra nación hacia un sendero de prosperidad es posible pero a la vez, requeriría tres décadas de paciencia, consistencia y por sobre todo, sumo esfuerzo. Probablemente, cada generación tuvo su chance de dar un paso al frente, hacerse cargo del costo y corregir. Sin embargo, dicha actitud estuvo ausente para un país que ansiosamente espera pasar de la pobreza a la prosperidad en forma inmediata y por sobre todo, libre de costos.
Dos errores, dos crisis y ningún aprendizaje. Nuestra querida Argentina es hoy una herida que se coció con todo el pus adentro, razón por la cual, las mejoras no son evidentes y no lo serán tampoco en el futuro mediato. Los apremios de la realidad nos van exigiendo mucho más que fe, esperanza y utopías, por lo que el cambio de rumbo económico se empieza a revelar no como opción, sino como inexcusable necesidad, nos está llegando el tiempo de la audacia o la inevitable resignación. Lo cierto es que estamos como estamos porque gastamos más de lo que podemos y parecería que como solución siempre apostamos a gastar aún más que antes. Eisntein definía a la locura como el proceso de hacer siempre lo mismo y pretender sin embargo, resultados diferentes. En 1989, los argentinos padecimos nuestra peor crisis de inflación, “la híper”. Este cruel evento debería habernos enseñado que tolerar a una economía inflacionaria es una muy mala decisión, lamentablemente no pudimos aprender. Una década después, los argentinos padecimos nuestra peor crisis de estrangulamiento externo, “el default del 2001”. Este evento también doloroso, debería habernos enseñado que permitir años enteros de endeudamiento es una peligrosísima estrategia, lamentablemente tampoco pudimos aprender. Lo preocupante es que en la Argentina actual podríamos estar cometiendo dos errores del pasado en forma simultánea: nos inflacionamos y endeudamos al mismo tiempo, es como que adoptamos aristas de dos modelos que culminaron muy mal. Corremos el riesgo de tropezar contra una dolorosa Doble Nelson y como ciudadano argentino créanme, quiero más que nunca, equivocarme en mi preocupación. Parecería que somos una muy extraña sociedad que cíclicamente vuelve una y otra vez a caer en las mismas derrotas de siempre, en este aspecto me animo a sugerir que somos totalmente únicos en la inmensidad del generoso planeta tierra. Ante nuestros errores, somos incapaces de articular una moraleja y dicha actitud nos impide sacar conclusiones sabias, dejándonos atrapados en la permanente recurrencia de nuestros dilemas. Siempre que caemos en crisis hablamos en tercera persona sin comprender que los presidentes van y vienen, pero los que permanecemos constantes en nuestra irresponsable y cómplice ausencia, somos cada uno de nosotros. Siento que “Cambalache” es el tango que mejor nos define como sociedad y en esta permanente confusión que tenemos me permito advertir incluso que el principal problema de los argentinos paradójicamente no es la inflación, es el endeudamiento externo, nos equivocamos hasta en qué debatir.
En absoluto estado de bancarrota. Entonces, deberíamos despertarnos de esta siesta en la que estamos y entender el formidable tamaño del problema que tenemos frente a nosotros, un drama que viene gestándose desde hace más de siete eternas décadas. Nos cuentan que no se puede cambiar, ¿qué tal entonces, si desafiamos esta afirmación y nos animamos a imaginar que el cambio está en nosotros? Es fácil culpar a este gobierno o a cualquier otro, lo cierto es que esta coyuntura sumamente crítica nos reclama un paso al frente y si no somos capaces de hacerlo sería útil que al menos tengamos la entereza de soportar la próxima tormenta que a este ritmo probablemente, tendría chances de ocurrir. Me preocupa que este ciclo finalmente resulte en un mayor déficit financiero y endeudamiento, comparado con la administración anterior. Sin embargo, no es tiempo de criticar al Banco Central, es momento de apoyarlo en su lucha anti-inflacionaria y al mismo tiempo requerir un aumento en la velocidad de convergencia hacia un sendero fiscal más sostenible a largo plazo.
Un baño de realidad: el déficit se financia solamente de dos formas. Si bien la “híper” y el “default” fueron dos eventos aparentemente antagónicos en el sentido que uno explotó por mega-emisión de pesos y otro por mega-emisión de deuda externa, ambos tienen una raíz común y muy básica: exceso de gasto. Cuando una sociedad gasta por encima de lo que genera, se pone en la obligación de tener que financiar la diferencia en las únicas dos formas que existen: a) emisión inflacionaria de pesos, b) emisión estrangulante de deuda externa. Parecería que seguimos sin comprender que el tamaño del estado termina definiendo la totalidad de nuestro complicado contexto macroeconómico. En esta coyuntura incluso, los argentinos en la última elección mayoritariamente apoyaron al gradualismo, entendido como la resolución lenta pero persistente de nuestros principales problemas entre ellos, el gasto, el déficit y la inflación. Lamentablemente, parecería que este esquema se ha ido desdibujando con el correr de los meses presa de una presión electoral permanente que nos sesga todo el tiempo hacia distintas formas de populismo. Resulta evidente que el gradualismo como proceso lento de corrección global se ha ido abandonando para una sociedad que ante la incapacidad de generar bienestar y crecimiento se pone muy ansiosa y erróneamente reclama un estado aún más grande como fuente de resolución, sin comprender que precisamente es el tamaño del fisco el que siembra la raíz de todos nuestros males. No se confundan, un estado grande no beneficia a la gente común, sólo gana el pequeño y mismo grupo privilegiado de siempre, ese que permanentemente mama de una vaca enflaquecida que ya no puede más. Setenta años de lo mismo debería habernos enseñado algo y si todavía no tuvimos la capacidad de aprender, hagámoslo finalmente ahora. La oferta política es preponderantemente populista sólo porque los argentinos no sabemos demandar otra forma de expresión económica por lo tanto, el populismo desaparecerá como opción a partir del sublime momento en que dejemos de premiarlo con nuestro voto. En algún momento deberemos comprender que el primer paso hacia la prosperidad será divorciarnos de la creencia que el estado puede resolver nuestros problemas, de hecho, es exactamente al revés, los últimos setenta años de nuestra historia lo muestran con dolorosa elocuencia.
¿Tenemos inflación?: mirá vos. Resulta irónicamente cómico vernos a todos debatir nuevamente sobre la inflación, somos sin dudas la nación que más historia tiene en este aspecto, no existe un solo país en el mundo entero con semejante y persistente secuencia de inestabilidad de precios. Sin embargo, nuevamente ante un recrudecimiento inflacionario, todos nos miramos sorprendidos como si hubiera venido un marciano desde la estratósfera y nos hubiera plantado un huevo lleno de inflación en el medio de Plaza de Mayo y el huevito, nos sorprendió de golpe a todos y nos hizo “boom”. La inflación sólo es la cara visible de nuestro descontrolado déficit fiscal. Sin embargo, me preocupa mucho más la cara oculta del déficit: el endeudamiento externo, como nos prestan todavía, nadie habla de esto. Los argentinos nos estamos endeudando a razón de 35.000 millones de dólares anuales, lo que representa un 7% de nuestro PBI, sustancial numerito. Como nación, hemos decidido vivir por un rato con tarjeta de crédito, el mundo nos concedió una ventana de tiempo que no será eterna, yo diría unos tres a cinco años de cierta complacencia. Pasado dicho lapso vendrán a preguntarnos cómo pensamos hacer para devolver lo que pedimos prestado. Con esto intento concientizar a cada uno de nosotros en subir el sentido de urgencia, bajar la ansiedad por resultados mágicos e imposibles y que comprendamos que si incrementamos la velocidad de corrección fiscal comenzaremos a depender un poco menos de nuestra suerte y aumentaremos las chances de que esta vez finalmente, converjamos a algo razonable. Nos está llegando el momento de comprender que no existe un cambio gratis, el mundo sólo nos está dando una pequeña migaja de apoyo para que corrijamos y eventualmente nos sanemos.
Corregir, cuesta. Primero, heredamos un país que en 2015 exhibía un severo rojo fiscal y una secuencia alarmante de distorsiones económicas. Segundo, elegimos mayoritariamente otra forma de gobernar clamando por un “cambio” expresado democráticamente. Tercero, al enterarnos que un cambio genuino es sumamente costoso, nos vuelve a traicionar la impaciencia y comenzamos a reclamar shocks de consumo que den cierto alivio sin comprender que por definición el mismo será efímero, nada es gratis ni mágico en economía. Cuarto, la economía es una ciencia traicionera en el sentido que por ciertos lapsos de tiempo se pueden violar sus leyes generando la sensación de que todo es posible. Por ejemplo, se puede correr en el corto plazo con un déficit que si se financia con emisión de dinero o deuda externa, no se note. Sin embargo, en la medida que no se hayan asumido los variados y sumamente elevados costos que una corrección de largo plazo necesariamente implica, la economía al final del capítulo, te golpea la puerta como lo hizo en 1989, 2001 y 2015. Quinto, la Argentina de hoy es una nación en estado crítico, todo aquél que intente generar la sensación de bienestar, simplemente está contando una historia al revés, una larga lista de severos errores nos han empobrecido a niveles impensados para un país que alguna vez fue próspero e hidalgo. Sexto, desarmar este eterno desequilibrio requiere que nos sentemos a ponernos de acuerdo en las cuatro cosas relevantes que nos afectan como país y nos tomemos largos años para converger, tal como tan exitosamente pudo hacerlo Chile, por ejemplo. Séptimo, es aquí en donde está el punto más picante, a nuestra generación la historia le está dando la oportunidad de que dé un paso al frente, de que se haga cargo de los enormes costos que implica reencauzar una nación hacia un sendero de estabilidad entendiendo que si así lo decidimos no nos espera otra cosa que sumo sacrificio, disciplina y esfuerzo. Octavo, este 2018 al mismo tiempo, nos da la chance de dar la espalda otra vez, festejar algún que otro rebote efímero, no asumir los verdaderos costos y quedar expuestos a otra lotería más apostando nuevamente a nuestra suerte, tal como lo venimos haciendo y tal como viene fracasando desde hace tanto tiempo que se me hace imposible ponerlo en perspectiva. Noveno, aunque nos duela a todos, la Argentina de hoy nos está reclamando que definitivamente le digamos no al populismo en cualquiera de sus formas y que comprendamos que la única manera de prosperar es generando riqueza y dándole al sector privado ese rol único que tiene como mecanismo de dinamismo en cualquier coyuntura económica. Deberíamos finalmente comprender que el estado no es un generador de riqueza, es precisamente la raíz de cada uno de los problemas no resueltos que todos llevamos pesadamente en nuestras espaldas.