Por Luis Secco
La performance macroeconómica de la Argentina es claramente decepcionante. Si tomamos los últimos 35 años, desde 1983 hasta nuestros días, según datos del Fondo Monetario Internacional, el crecimiento del ingreso per cápita ha sido sólo de 38%. En el mismo período, China multiplicó su ingreso per cápita 18 veces (¡imposible sumarla a la representación gráfica porque se sale de cualquier escala!) y, tal como puede verse en el gráfico, Chile más que lo triplicó, Colombia lo duplicó y Perú casi logra otro tanto. Sólo México y Brasil muestran un comportamiento relativamente parecido al de nuestro país.
Este magro resultado en materia de crecimiento económico está asociado a la performance igualmente decepcionante de la inversión total. En la Argentina este componente de la demanda agregada ni siquiera supera los 17 puntos del PBI en el promedio de los últimos 35 años. Nótese que, de nuevo con la excepción de Brasil y Sudáfrica, la mayoría de los países invierte más de 20 puntos del producto. En particular, aquellos de mayor crecimiento se ubican por encima de los 25 puntos, con China a la cabeza con 40% del PBI de inversión total promedio entre 1980 y 2018.
Es moneda corriente escuchar que nuestro país debe crecer sobre la base de la inversión. No hay casi ningún político argentino ni funcionario (de esta administración y de muchas de las anteriores) que no se haya manifestado en tal sentido. Evidentemente algo se hizo y se hace mal.
La lluvia de inversiones que esperaba el gobierno de Mauricio Macri nunca se produjo. Y las que se han llevado a cabo en los últimos años han sido en sectores beneficiados con algún tratamiento diferencial a través de subsidios o exenciones en materia de legislación laboral y/o impositiva.
Que haya que recurrir a estos beneficios o acuerdos sectoriales (como los anunciados hace algunos días), indica que la macro está lejos de crear las condiciones para que la inversión de riesgo despegue.
Pero la inestabilidad macro no es la única culpable. Los datos del FMI muestran que la inversión total estuvo en el orden de los 20 puntos del PBI sólo dos años en los últimos 30 años. Incluso en los años de estabilidad de precios de los noventa y de comienzos de este siglo, apenas si levantó cabeza.
Existen entonces, otras cuestiones (estructurales) que son responsables también de lo poco atractivo que resulta invertir en la Argentina. Una economía poco competitiva, sobre regulada, con legislación laboral arcaica y con un Estado enorme (cuando se lo mide por el lado de la presión tributaria y el gasto), pero prácticamente inexistente cuando se lo mide por el lado de la provisión de bienes públicos de calidad, conspiran contra la inversión al igual que lo hace la inestabilidad macroeconómica. Inestabilidad macro que a su vez ha producido también inestabilidad política y cambios recurrentes en las reglas del juego, haciendo que las políticas de Estado, aquellas que permanecen en el tiempo independientemente del color político de quien gobierna, luzcan por su ausencia. Y estos factores no sólo afectan la inversión; la productividad también se ve negativamente afectada. O sea que no solo se invierte poco, sino que también no se le saca todo el jugo a dicha inversión.
Lamentablemente, aún cuando el actual esquema de política económica le permita al Gobierno llegar a las elecciones sin sobresaltos como los que tuvo que afrontar el año pasado, no hay ninguna expectativa que el resto de las cuestiones que pesan sobre las decisiones de inversión y la productividad sean abordadas antes de las elecciones. ¿Y después? ¿Habrá alguna agenda de cambio estructural a partir de 2020? Lamentablemente también, hay más margen para el escepticismo que para el optimismo. Porque aun en el caso que en las próximas elecciones gane el oficialismo (que es de todos los posibles contendientes el que luce más proclive al cambio estructural) si no se supera el temor al conflicto, si no se ve más allá de lo que la opinión pública fija como límites, seguiremos esperando que mágicamente desaparezcan los obstáculos que limitan la inversión, reducen la productividad y han condenado al fracaso de la Argentina en materia de crecimiento desde hace ya varias décadas.