El peronismo quedó arcaico en dos dimensiones comunicacionales. Primero, tengo la sensación de que todo el aparato peronista tan efectivo en décadas pasadas comienza a perder preponderancia en un mundo que se comunica totalmente diferente a como se hacía hace no más de una década. Tener punteros y oradores que gritan con el puño cerrado escondiendo el mensaje vacío de siempre, parecería estar perdiendo efectividad a ritmo exponencial ante una sociedad que interactúa masivamente en redes sociales, antes importaba el choripán, la zapatilla y el colectivo, ahora existe Facebook, Google, Instagram, Twitter y Youtube. El marketing comunicacional del peronismo quedó casi tan relegado como los mismísimos dinosaurios del Spielberg, frente a un oficialismo que, con globos amarillos, un mensaje pacificador, buena onda y metro buses por todos lados, le copó la parada y lo obligará a un rotundo cambio de estrategia si es que quiere sobrevivir mutando de alguna manera. Segundo, no sólo la forma de comunicar quedó obsoleta, sino que el mensaje central no estaría prendiendo en los jóvenes como lo hacía antes. Parecería que los más chicos y por lo tanto, los menos contaminados ideológicamente, están comenzando a hacerse un planteo básico, pero a la vez, sumamente incómodo para el peronismo: fueron el partido que gobernó preponderantemente durante las últimas décadas de nuestra historia y hoy nos encontramos frente a un alarmante estado social y económico, exhibiendo una nación con 30% de pobres, con suma carencia de infraestructura, con un significativo nivel de inseguridad y con un déficit educativo que indignaría al propio Sarmiento. Esta nueva gente votante estaría comprendiendo la historia estadística de la Argentina mucho mejor de lo que se hacía antes: parecería existir una notable correlación entre peronismo y decadencia y precisamente, el peronismo, no tiene respuestas a este planteo tan básico, pero contundente a la vez. Por el contrario, el peronismo sigue atrapado en su historia sindical, clamando por impedir la flexibilización de un mercado laboral que en breve enfrentará la competencia de robots y olvidando, por lo tanto, principios básicos de teoría microeconómica elemental. El peronismo quedó tan encapsulado en su propio relato, que hoy en día y ante un abrumador resultado electoral en contra, existen todavía personajes que siguen clamando victoria; de tanto mirarse sólo a si mismo, el peronismo quedó atrapado en su propio ombligo. Y quizá la madre de todas las preguntas incómodas sea tan simple y contundente como ésta: ¿fueron menemistas en los 90s, fueron kirchneristas en la década derramada y ahora me vienen con que son el cambio, los que cumplen y los que ocupan la ancha avenida del centro, por qué prometen hoy lo que no fueron capaces de generar en toda su historia? Y complementariamente, ante lo contundente de este planteo observamos los sucesos en Venezuela y Santa Cruz como un espejo antitético de lo que los argentinos mayoritariamente decidimos no ser.
Una recurrente pregunta desde New York: ¿cuántos años sin peronismo atravesará la Argentina? Desde afuera, relativizan permanentemente los severos problemas coyunturales que el kirchnerismo propagó en la economía argentina y, por el contrario, magnifican un aspecto para ellos exclusivamente relevante: ¿es posible imaginar a nuestro país libre de peronismo por un periodo relativamente prolongado de tiempo? Quizá, desde New York estén mirando el verdadero bosque que importa, nosotros por el contrario, quedamos permanentemente atrapados en una coyuntura local que sigue siendo frenéticamente histérica, confundiendo lo urgente con lo importante y nublándonos cotidianamente la capacidad de comprender lo que verdaderamente es relevante. Nada más y nada menos, estamos aprendiendo a convivir democráticamente con una opción distinta al peronismo, nuestro eterno victimario y “salvador”. Lo que hace algunos años era sólo un minúsculo punto en el mapa con dimensión municipal se ha convertido en una expresión política con suma relevancia nacional pintando de amarillo a lo largo y a lo ancho, a toda la República Argentina. Todo tiene precio en finanzas, y esta “mancha” amarilla que se derrama a velocidad en el mapa político de los argentinos ha tenido notables consecuencias en el colapso del riesgo país desde el 2013, aspecto sumamente importante para una nación que se verá forzada a endeudarse fuertemente en los próximos años.
El no-peronismo en números. Afortunadamente, desde las PASO 2013 comenzó un marcado debilitamiento del kirchnerismo, por entonces el riesgo país que correspondía a la parte larga de la curva argentina era de 13%, hoy asciende solamente a 7%, reflejando una formidable compresión de riesgo soberano de 600 puntos básicos. Los argentinos en general no dimensionamos lo severamente destructivo que es el riesgo país para un sistema económico, todo el tiempo ninguneamos y defenestramos al mercado financiero, sin embargo el principal enemigo de la inversión real es precisamente, la incertidumbre la cual se valoriza en el mercado de bonos. Vivir con tan elevados niveles de primas de riesgo destruye toda chance de que un proyecto real de inversión sobreviva al cálculo de su valor presente, recordando a Einstein cuando decía que la fuerza más poderosa del universo es precisamente, el interés compuesto. Supongamos un proyecto teórico que pague 100 dólares a 30 años vista. Un empresario podría haber invertido en Chile descontando al 3.50%, mientras que, si lo hacía en Argentina, la tasa a utilizar sería de 13%. Bajo este escenario, el proyecto de inversión en Chile valdría 35.63 dólares y el mismo, pero ubicado en Argentina, sería de 2.56, implicando que invertir en el país andino resultaba 1293% superior. Hoy, nuestra prima de riesgo ha colapsado al 7% por lo que el mismo proyecto valdría 13.14 dólares, implicando que Chile ahora nos superaría en un 174%. Desde el 2013 los activos argentinos iniciaron una tendencia secular muy positiva y claramente, el avance que ha mostrado nuestra nación ha sido enorme, pero al mismo tiempo nos refleja lo lejos que todavía estamos de ser un país normal en muchas de nuestras dimensiones, entre ellas el mismo riesgo país, y lo importante que será la normalización de esta variable para poder lograr algo muy difícil en economía: crecimiento sostenido y más aun compitiendo en un mundo de tasa cero, en donde todos los descuentos relevantes están colapsados inflando por ende, el valor presente de proyectos que nos compiten. A pesar de los notables avances, rendir 7% cuando el mundo desarrollado lo hace debajo del 3.5% indica que para los mercados financieros seguimos siendo un país esquizofrénico.
De la euforia electoral a la cruel realidad. Pero a la vez, la pendularidad de los argentinos está nuevamente presente, así como una semana atrás se exageró el riesgo a una victoria del peronismo, hoy parecería lo contrario, toda la euforia quedó del lado de un oficialismo que resultó claramente victorioso en su primer gran test electoral. Pero en esta coyuntura ampliamente favorable se hace necesario nuevamente impedir que la hoja del árbol nos nuble el bosque entendiendo que Argentina enfrenta un larguísimo sendero hacia la normalización, un camino que tendrá tres décadas de longitud implicando que aun haciéndolo todo bien, nuestro país volvería a ser normal no antes de 30 años, lo cual requerirá probablemente como condición necesaria, ausencia de peronismo, al menos en su conocida versión populista. En un mundo donde Japón a 10 años rinde 0.05%, Alemania 0.41%, Estados Unidos 2.20% y nuestros vecinos en un rango de 2.50% a 4%, Argentina sigue exhibiendo una de las primas de riesgo más elevadas del mundo emergente lo cual refleja el enorme y sacrificado camino que deberemos recorrer para recuperar la normalidad de una nación que por setenta años vivió infectada de un populismo que no hizo otra cosa que generar pobres masivamente. Y en este contexto de euforia me preocupa ya escuchar a miembros del oficialismo utilizando displicentemente la palabra “crecimiento” porque al hacerlo generan en mucho argentino la sensación de que lo peor ya pasó, aspecto que no es verdad y más aún cuando desde el Ministerio de Hacienda ya nos están prometiendo crecer sostenidamente por 20 años, algo no visto en esta república en las últimas 15 décadas, no ensucien de proselitismo al análisis técnico macroeconómico y no generen expectativas de cumplimiento imposible. En tanto Argentina no encare reformas estructurales significativas, seguiremos siendo un país inviable, una nación que exhibe de las más altas primas de riesgo del mundo y una carga fiscal y laboral cercana al 65%, una combinación letal si lo que se pretende es seducir a capitales extranjeros a que inviertan en la economía real y generen, por lo tanto, condiciones para un crecimiento más robusto y predecible. Y aun comenzando hoy mismo, dicho cambio estructural llevará décadas conseguirlo y hasta tanto eso no ocurra, no podremos crecer sistemáticamente.
Nos resta un tremendo desafío: no es lo mismo crecer que rebotar. A diferencia de lo que el Ministerio de Hacienda nos está contando, en la medida que sigamos siendo un país inviablemente anormal, Argentina no tendrá chances de crecer sostenidamente. Es altamente probable que para las elecciones presidenciales del 2019 lo peor del ciclo recesivo ya lo hayamos visto y para los próximos dos años nos espere un fuerte rebote económico con un alto componente de consumo y con una inversión que seguirá siendo escasa, o sea, una economía que rebotará primordialmente al ritmo de licuadoras, cafeteras y lavarropas, aspecto insostenible a mediano plazo; la Argentina de hoy sigue apostando a un shock de consumo y gasto púbico. De esta forma, para transformar un rebote económico con alto sesgo consumista en un proceso de crecimiento sostenido, Argentina inexcusablemente deberá comenzar a “desperonizar” su economía, reformando una estructura productiva que hoy exhibe un marcado perfil populista y, por ende, sumamente ineficiente. En este contexto de euforia y optimismo sería útil que no nos olvidemos de lo formidablemente costoso que será transicionar desde lo que hoy somos, una economía africana de consumo, hacia lo que necesitamos ser, una economía de inversión, si nuestro objetivo es erradicar el 30% de pobreza con la que nos dejó el practicar populismo por setenta años de nuestra decadente y recurrente historia.