En el año 301 el romano culpó de la inflación a la avaricia de mercaderes. Publicó un famoso edicto con precios máximos, pero no funcionó: pocos años después tuvo que abdicar
Roberto Feletti llegó a la secretaría de Comercio hace unos 10 días. Desde entonces, amenazó con congelar precios –algo que podría oficializarse hoy mismo– y, entre otras medidas, aseguró que estaba dispuesto a controlar las góndolas con inspectores, sindicalistas y militantes –“Vamos a forzar que el precio baje cuando no se cumpla el acuerdo”, dijo– y aseguró que no le temblará el pulso para aplicar la Ley de Abastecimiento de 1974. Mientras, negocia con las empresas productoras de alimentos y con los supermercados.
Los empresarios insultan por lo bajo, otra vez. “No sirve en ningún país del mundo”, dijo ayer Daniel Funes de Rioja, titula de la Unión Industrial Argentina y de la Copal, la coordinadora de empresas alimenticias. La frase resume el pensamiento del empresariado vernáculo: con esas palabras y conceptos muchos más duros se refirieron al tema dueños de grandes compañías que se reunieron con Alberto Fernández la semana pasada en Casa Rosada y hombres y mujeres de negocios que asistieron al Coloquio de IDEA.
Los controles no sirven para nada, nunca sirvieron. A nivel local, la experiencia de José Ber Gelbard en Hacienda, entre el 25 de mayo de 1973 y el 21 de octubre de 1974, bajo la tercera presidencia de Juan Domingo Perón, derivó en el Rodrigazo. Hubo otros casos, antes y después en la historia argentina: el “Segundo Plan Quinquenal” de Perón (1952), el congelamiento de productos industriales de Juan Carlos Onganía (1967), la “tregua de precios” por 120 días de José Martínez de Hoz en el comienzo de la dictadura (1977), el Plan Austral de Raúl Alfonsín e intentos varios durante los primeros 12 años de kirchnerismo. No funcionan, no funcionaron: ¿por qué deberían sí hacerlo ahora de la mano de Feletti?
El decreto romano
Si el flamante secretario de Comercio Interior no quiere mirar el espejo local, podría ir a la biblioteca donde hay muchísimos ejemplos también. A varios de ellos Infobae los resumió en una nota basaba en el libro “4000 años de controles de precios y salarios”. La obra, escrita en 1979 por los economistas Robert Schuettinger y Eamonn Butler, es un increíble resumen del fracaso de todos los intentos por poner coto a valor de productos y servicios a lo largo de la historia de la humanidad. Su subtítulo es “Cómo no combatir la inflación”. Como no podría ser de otra manera, Argentina está mencionada.
El caso de controles de precios más emblemático y documentado de la historia es el del emperador romano Diocleciano, hace unos 1700 años. A continuación la historia de Diocleciano con su plan para controlar los precios, una hoja de ruta que bien podría revisar el Gobierno argentino.
“El más famoso y el más extensivo intento de controlar precios y salarios ocurrió durante el reinado del Emperador Diocleciano”, dicen Schuettinger y Butler en su libro. Es un caso muy documentado por cronistas de la época.
Cuando llegó al trono, en el año 284, los precios de las mercancías de todo tipo y los salarios de los trabajadores alcanzaron niveles sin precedentes”. Por entonces, la grieta era entre cristianos y no cristianos, como el emperador, y entre las causas del descalabro macroeconómico romano se menciona a los recursos asignados a “las fuerzas armadas (hubo varias invasiones de tribus bárbaras durante este período), a su enorme programa de construcciones (reconstruyó gran parte de Nicomedia, que eligiera como su capital, en Asia Menor), a su consiguiente elevación de los impuestos y al empleo de más y más funcionarios gubernamentales y, finalmente, a su uso de mano de obra forzada para cumplir gran parte de su programa de obras públicas”.
Diocleciano culpó de la inflación directamente a la “avaricia” de mercaderes y especuladores. “Parecería claro que la principal causa de la inflación fue el drástico crecimiento de la oferta monetaria debido a la devaluación o degradación de la moneda. A fines de la República y comienzos del Imperio, la moneda romana estándar era el denario de plata; el valor de dicha moneda había sido reducido gradualmente hasta que, en los años anteriores a Diocleciano, los emperadores acuñaban monedas de cobre cubiertas de estaño que se denominaban aún denarios”.
El famoso Edicto del emperador del año 301 fue creado para fijar precios de los bienes y servicios y suspendiendo la libertad del pueblo para decidir cuál era el valor de la moneda oficial. Según escribió Roland Kent en el University of Pennsylvania Law Review, citado en el libro, “el preámbulo es de cierta longitud y está expresado en un lenguaje tan difícil, oscuro y difuso como cualquier trabajo compuesto en latín”.
“Comienza listando sus numerosos títulos y pasa luego a anunciar que: El honor nacional y dignidad y majestuosidad de Roma exigen por cierto que la fortuna de nuestro Estado… sea también fielmente administrada… Por cierto, si algún espíritu de auto-control mantuviera en vilo dichas prácticas por las cuales la furiosa e ilimitada avaricia es inflamada… por ventura parecería haber lugar para cerrar nuestros ojos y mantener nuestra paz, ya que la paciencia unida de las mentes humanas mejoraría esta detestable enormidad y lamentable condición (pero siendo poco probable que esta voracidad se restrinja a sí misma)… nos corresponde a nosotros, que somos los padres custodios de toda la raza humana (el término “padres” hace referencia a su asociado Augusto y dos Césares) que la justicia se presente como árbitro, deforma que el resultado tan esperado, que la humanidad no puede lograr por sí misma, pueda, mediante los remedios que nuestra providencia sugiere, contribuir hacia el mejoramiento de todos”, escribió Kent.
El decreto penaba a cualquiera que comprara un producto a un precio superior a los autorizados por la ley y se comprobó que hubo ”por lo menos 32 listados, cubriendo más de mil precios y salarios”.
El libro recoge también un relato contemporáneo sobre la regulación de “todas las cosas vendibles”: “Hubo mucha sangre derramada sobre cuentas triviales e insignificantes; y la gente no llevó más provisiones al mercado, ya que no podían obtener un precio razonable por ellas y eso incrementaba la escasez tanto, que luego de que varios hubieran muerto por ella, fue dejada de lado”.
Diocleciano no duró mucho: abdicó cuatro años después que el estatuto sobre salarios y precios fuera promulgado. “Ciertamente se convirtió en letra muerta con la abdicación de su autor”, dijeron Schuettinger y Butler.
“Menos de cuatro años después de la reforma monetaria asociada con el Edicto, el precio del oro en términos denarios había crecido 250 por ciento. Diocleciano había fracasado en su intento de engañar al pueblo y en suprimir la habilidad de éste para comprar y vender como les pareciera conveniente. El fracaso del Edicto y de la “reforma” monetaria llevaron a un retorno de la irresponsabilidad fiscal tradicional y para el año 305 el proceso de degradación de la moneda había comenzado de nuevo”.
¿Sirvió para algo la experiencia? No. Unos 60 años más tarde, el sucesor de Diocleciano, Julián el Apóstata, volvió otra vez con los controles. También fracasó.
Quizás el nuevo secretario de Comercio podría repasar la historia del emperador que quiso controlar los precios hace 1700 años. La debe conocer, sin dudas.