El esquema de Metas de Inflación es una herramienta moderna y potente y, contrariamente a lo que opinan muchos analistas, su aplicación en la Argentina está teniendo un éxito notable en disminuir la inflación. Pasar del 40 al 25 % de un año a otro, en medio de un sinceramiento cambiario y de tarifas de servicios públicos, es un logro sumamente importante, en línea con lo que puede esperarse de este instrumento, diseñado para pasar de un régimen de alta inflación, de manera gradual, a uno de baja inflación, fijando objetivos intermedios anuales, hasta llegar al objetivo final.
Sin embargo, la opinión mayoritaria que circula en los medios indica que la política antiinflacionaria del gobierno está fracasando. Esto es consecuencia de la fijación de una meta intermedia para este año demasiado ambiciosa. Pasar del 40 % al 14,5 % (la meta es 12-17 %: 14,50 más/menos 2,50 %) en un solo período requiere una reputación y credibilidad que la autoridad monetaria no tiene. Luego de décadas de políticas irresponsables y de alta inflación, nuestro Banco Central está comenzando a construir pero lejos está de obtener su reputación antiinflacionaria.
La inflación, en el largo plazo, es un fenómeno estrictamente monetario. La suba de los precios converge hacia la tasa de expansión monetaria no deseada. Esto implica que a la tasa de crecimiento del dinero (aumento de la oferta monetaria) debemos restarle la suba de la demanda de dinero para obtener la tasa de crecimiento de los precios. La inflación no baja todo lo rápido que quisiéramos porque la demanda de dinero sube muy lentamente.
Si el Banco Central tuviera la reputación mencionada anteriormente, aunque no la tiene, la demanda de dinero podría aumentar significativamente junto con la baja de la inflación, disminuyendo la inflación de equilibrio e ingresando en un círculo virtuoso de más baja inflación y mayor demanda de dinero, ya que la demanda de dinero es más alta mientras más bajas son las expectativas inflacionarias. Pero la demanda de dinero no está creciendo lo suficiente para moderar la inflación observada, porque las expectativas están muy por encima de la meta. Opiniones alarmistas de algunos medios exacerban esta percepción.
Otro motivo por el que no aumenta significativamente la demanda de dinero es por la falta de coordinación entre las políticas monetaria y fiscal. Una meta del 14,50 % no es compatible con una expansión monetaria del 30 %. Debemos recordar, además, que la política monetaria actúa con rezagos sobre los precios, y que estos rezagos son prolongados e irregulares. Esto significa que la expansión monetaria se traslada a los precios de manera gradual. Los rezagos pueden ser tan largos como dos o tres años. Y son irregulares. No se trasladan simétricamente, sino que fluctúan junto con el caprichoso comportamiento de la demanda de dinero, cuya inestabilidad tiene mucho que ver con los cambios en el humor social.
En el corto plazo, la inflación actual es consecuencia del sinceramiento cambiario y tarifario y de la expansión monetaria de años anteriores. No hay modo de evitar las consecuencias de esta realidad. Una meta del 25 % para el primer año, compatible con una expansión monetaria del 30 % y un crecimiento moderado de la demanda de dinero hubiera sido más realista y creíble, aunque no hubiera eliminado las consecuencias de la parsimonia del gobierno en el frente fiscal.
El déficit fiscal no existe. El gasto público se financia una parte con impuestos y otra parte con deuda. Lo que llamamos déficit fiscal es, en realidad, la parte del gasto público que se financia con el impuesto inflacionario. Un alto déficit fiscal implica una alta inflación, para poder cobrar el impuesto inflacionario, y no hay artilugio monetario conocido que permita sortear exitosamente este obstáculo.
La política de metas de inflación no es un invento argentino. Se aplica con resultados satisfactorios desde 1990. Fue Nueva Zelanda el primer país que lo implementó. Le siguieron Canadá y el Reino Unido. Actualmente varias decenas de países lo utilizan, algunos explícitamente y otros siguiendo sólo algunos de sus principios rectores. Uno de estos principios es favorecer la existencia de un Banco Central más independiente. La evidencia empírica apoya contundentemente la afirmación de que el desempeño económico, en términos de menor inflación y mayor crecimiento a largo plazo, es superior en aquellos países con bancos centrales más independientes. Y esta independencia es inexistente, cuando se debe financiar obligatoriamente al sector público.
Según algunos autores, existe un grado óptimo de aversión a la inflación por parte del banquero central, lo que implica que sería posible el caso de una excesiva aversión a la inflación. Si esto fuera así en nuestro país, las tasas de interés deberían ser más altas que las requeridas para optimizar los resultados en términos de inflación/nivel de actividad. Además, el nivel de actividad que se pierde disminuye la recaudación e incrementa el déficit, motor de la inflación por la expansión monetaria que genera. Otra consecuencia es que no aumenta la demanda de dinero, que también evoluciona positivamente con el nivel de actividad. Recordemos que a mayor demanda de dinero, menor inflación.
En síntesis, la inflación no baja todo lo que quisiéramos porque se ha fijado una meta demasiado ambiciosa y porque la demanda de dinero no sube por la falta de reputación del Banco Central, por la falta de coordinación de las políticas monetaria y fiscal, por los rezagos de la política monetaria de años anteriores, por la falta de independencia del Banco Central respecto del sector público y por una posible excesiva aversión a la inflación en el corto plazo.
El autor es Licenciado en Economía, Universidad Nacional de Rosario