Ya no hay tanta inquietud por ver cómo proteger los ahorros de la inflación o de una posible devaluación, como por pensar cómo generar más fondos: las claves para entender el problema del “costo argentino”
Por Claudio Zuchovicki
Comienzo esta nota con una disculpa por ser autorreferencial, pero siento la necesidad de compartir algo: afortunadamente para ustedes, tengo muy poco trabajo últimamente. Y digo “afortunadamente”, porque esto es una señal de que el país está evolucionando.
Ya no me consultan si es conveniente cubrirse con opciones de dólar linked o con activos que se ajustan por CER; si comprar dólar MEP o dólar CCL, o si quedarse en el MULC. Incluso los taxistas han dejado de preguntarme sobre los pasivos remunerados del Banco Central, y ya no soy invitado a debates televisivos para hablar de la “bomba” de las Leliq.
La agenda pasó del “cómo proteger los ahorros” al “cómo generarlos”. Lo que ahora se discute es mucho más desafiante: la eficiencia de la producción, si es conveniente importar o no, si las tasas municipales son impuestos o sin son simplemente un robo. Ya está también ganada la batalla cultural sobre la necesidad de una reforma laboral para ayudar a que crezca el empleo formal, y sobre la necesidad de desregular y destrabar el llamado “costo argentino”.
Afortunadamente hemos empezado a tratar temas del mediano plazo, como la calidad institucional, la sustentabilidad del modelo jubilatorio, o si aumentar los impuestos genera más recaudación o todo lo contrario. Pero, lamentablemente, en la calidad institucional es donde tenemos quizás la mayor deuda social.
Recuerdo un día en que me enojé con mi tía de nombre bíblico (esposa y madre de patriarcas, pero con Z). La increpé porque vendía la ropa al doble del precio en comparación con Chile, Uruguay o Paraguay. Me contestó: “Claudio, en ningún lugar del mundo me cobran Ingresos Brutos, un impuesto al débito o al crédito bancario, además de que con un juicio laboral me pueden hipotecar la empresa”. Entonces, empecé a entender el famoso “costo argentino”. Piensen que, por el cobro de Ingresos Brutos, una provincia se queda con más margen que la propia empresa que asume el riesgo de producción.
Arthur Laffer trazó en una reunión, sobre una servilleta, una idea revolucionaria: que la relación entre los ingresos fiscales y los tipos impositivos no era lineal. Que aumentar demasiado los impuestos podría reducir, y no aumentar, los ingresos fiscales.
Laffer explicó que una alícuota impositiva de 0% no generaría ingresos, mientras que una de 100% desincentivaría por completo el trabajo, produciendo igualmente cero ingresos. Sin embargo, Laffer no fue el primero en llegar a esta conclusión. Siglos antes, el filósofo musulmán Jaldún ya había defendido que los impuestos excesivos paralizan la economía. La historia nos enseña que los gobiernos eficientes deben buscar un equilibrio que fomente la actividad económica sin asfixiarla.
Cuando veo que empezamos a discutir el lado oculto de una tasa municipal o que, cuando cargo nafta, cuando compro una remera o cuando consumo energía eléctrica estoy pagando 50% por el bien o el servicio y 50% se va en impuestos, siento que empezamos a discutir la causa del “costo argentino”.
La incertidumbre es parte esencial de la vida humana. Nadie puede estar completamente seguro de qué debe hace y nadie tiene la certeza de que las decisiones que toma son las correctas.
Hoy vivimos lo que algunos llaman una “crisis de la democracia”, un momento en que la confianza en nuestros líderes se ha desplomado. No son las malas noticias lo que nos inquieta, sino la incertidumbre y la espera de la aparición de malas noticias por llegar. Ya no confiamos en la justicia, en los legisladores, en los bancos, en los periodistas ni en los medios. Tampoco en los instrumentos financieros, ya sean promesas de pago, cheques, hipotecas, o en las siempre presentes declaraciones de exteriorización de bienes.
Esta pérdida de la confianza impacta directamente en nuestra capacidad de creer en un futuro estable. Y, aunque parezca rebuscado, esto también forma parte del “costo argentino”.
Las formas también son importantes cuando se busca un cambio. La gente no se resiste tanto a los cambios en sí, sino a que la obliguen a realizarlos. Para generar confianza, se convence, no se impone. Las malas formas garantizan precios más altos por la desconfianza.
El miedo y la codicia juegan un papel central. Son emociones contagiosas, que se propagan con rapidez y moldean comportamientos. El que compite busca prevalecer, no simplemente permanecer. En ese afán de ganar, muchas veces olvidamos que lo que realmente nos inquieta es la inestabilidad. La codicia y el miedo forman parte del “costo argentino”.
El mundo ha cambiado, pero nosotros seguimos discutiendo décadas pasadas. Como decía Tomás Bulat, somos el único país que tiene “incertidumbre de pasado”. Nos peleamos por lo que ocurrió con generaciones anteriores, y eso nos impide hacer cambios radicales en leyes laborales, aun cuando una relación de trabajo hoy es completamente distinta a lo que fue en otros tiempos.
No evolucionar con nuestras relaciones laborales, seguir creyendo que las ventas no solo se hacen en comercios y no contemplar la economía informal en nuestros indicadores también afectan a nuestro “costo argentino”.
A lo largo de la historia, las transformaciones tecnológicas y sociales han redefinido nuestra relación con el trabajo y el ocio. La revolución industrial no solo mecanizó el trabajo y redujo las jornadas, sino que también dio lugar a nuevas industrias del entretenimiento, como la radio, la televisión y, más recientemente, las plataformas de streaming y los videojuegos. Con el aumento de la productividad y la automatización, las personas pueden disfrutar de más tiempo libre, lo que abrió paso a formas de ocio que antes ni imaginábamos.
Hoy el entretenimiento ha pasado de ser algo pasivo (como ver televisión) a ser más participativo e interactivo. El auge de plataformas como Instagram, TikTok y YouTube ha permitido que una generación de creadores de contenido convierta su tiempo libre en un motor de creatividad y, para algunos, en una fuente de ingresos.
Las grandes firmas tecnológicas han aprendido a capturar nuestra atención a través de algoritmos. El poder de concentración se ha convertido en el recurso más valioso de esta economía digital. Entender este proceso ayuda a bajar el “costo argentino”.
A modo de conclusión y fuera de agenda quiero compartir una reflexión para entender que perdemos mucho más que dinero cuando nos ocupamos o nos peleamos por cosas que no valen la pena.
Encontrándose al borde de la muerte, Alejandro Magno convocó a sus generales y les comunicó sus tres últimos deseos: que su ataúd fuese llevado en hombros por los mejores médicos de la época; que los tesoros que había conquistado (plata, oro, piedras preciosas) fueran esparcidos por el camino hasta su tumba, y que sus manos quedaran balanceándose en el aire, fuera del ataúd, a la vista de todos.
Uno de sus generales, asombrado por tan insólitos deseos, le preguntó a Alejandro cuáles eran sus razones.
Alejandro explicó: “Quiero que los más eminentes médicos carguen mi ataúd para así mostrar que ellos no tienen, ante la muerte, el poder de curar. Quiero que el suelo sea cubierto por mis tesoros para que todos puedan ver que los bienes materiales aquí conquistados, aquí permanecen. Quiero que mis manos se balanceen al viento para que las personas puedan ver que vinimos con las manos vacías y con las manos vacías partimos, cuando se nos termina el más valioso tesoro: el tiempo”.